Cuando la madurez coloreaba de plata los cabellos de Taumeché, y había cabalgado las olas más allá del arrecife, y remado hasta playas remotas, y dejado su tabla en la arena para adentrarse tierra adentro y conocer a los hombres del interior y compartir sus trabajos, y cruzado selvas impenetrables y subido a montañas indómitas y maravillarse con lo que llamaban nieve, y sufrido el hambre, el frío, las penalidades y el miedo…decidió volver con su pueblo, y allí fue considerado un hombre sabio.
Y la gente se acercaba a su tienda de lona a demandarle consejo, y él paraba de trabajar la madera y descansaba.
– Taumeché…Mis compañeros temen bucear hasta las profundidades donde se encuentran las ostras más grandes y valiosas para poder comerciar…Muéstrame cómo hacerlo más fácilmente y seguro para que yo pueda convencerlos…- le conminó el recolector de perlas.
Taumeché pensó unos instantes, y enjuagando el sudor de su frente le miró comprensivo.
– Yo buceo para evitar el abrazo de las enormes olas rompientes y para pescar y saciar mi hambre…Pero no lo hago tan hondo como tú sueles hacerlo…Apenas puedo decirte algo que tú ya no sepas…
Y el recolector de perlas abandonó su taller con más preocupación en su rostro.
– Taumeché…Mi mujer opina que mis conocimientos de la tierra son pobres y mi esfuerzo en labrarla y plantar y obtener sus frutos es insuficiente y vago…Enséñame cómo puedo obtener mejores cosechas con los que conseguir más bienes para que ella esté satisfecha…- le demandó el agricultor.
Taumeché, dejo el punzón y la sierra, y se sentó un momento sobre una roca, mientras contemplaba el rostro curtido por el sol y las manos callosas del labriego.
– Yo cultivo un pequeño huerto que me da hortalizas y frutas con las que enriquecer mi dieta y saciar mi apetito…Es minúsculo comparado con las gran extensión de tu rica y abonada huerta…Poco puedo contarte que aumente el conocimiento que tú ya posees…
Y el labrador se alejó de su vista con grandes zancadas y gesto angustiado.
– Taumeché…Mi padre es ya mayor, pero se niega abandonar la dirección de nuestro puesto en el mercado, para así obtener mejores ventajas y beneficios con las innovaciones que mis hermanos y yo hemos ido conociendo en las relaciones y transacciones con otros pueblos…Infórmame cómo podemos demostrarle métodos de mayores ganancias y obligarle a ceder el control…- le suplicó el comerciante.
Taumeché apartó la quilla que estaba tallando y se fijó en la bella túnica púrpura que el vendedor vestía, luego fijó la mirada en las nubes unos instantes.
– Nací huérfano y poseo solamente una parcela en la playa y esta tienda donde duermo y me protejo del sol y de la lluvia…No conozco las vicisitudes de los negocios ni las leyes con las que lo hijos puedan someter a sus padres… Nada puedo aportarte sobre lo que tú no hayas ya pensado…
Y el comerciante se ajustó su túnica con rudeza y le dio la espalda malhumorado.
Y la gente comenzó a decepcionarse, a espaciar cada vez más sus visitas y dejó de considerar a Taumeché un hombre sabio. Y sus días fueron más apacibles, pero también más solitarios.
Tiempo después, mientras compartía tumbado el calor del fuego comunal cuando ya la noche había llegado, un joven se destacó de entre las sombras y se acercó al lugar donde descansaba. Él llevaba un tiempo observándole porque había despertado sus curiosidad; y veía que ya no remaba al pico donde nacían las olas y sus amigos le esperaban con llamadas y gritos de entusiasmo, sino que permanecía cerca de la orilla y se conformaba con las olas deformadas por la corriente o se dejaba arrastrar por ella tumbado sobre la tabla; también que ya no respondía a las risas y coqueteos de las muchachas mientras tensaba sus músculos al entrar en el agua; y tampoco agradecía la suculenta comida que su familia compartía y le ofrecía, rechazándola y alimentándose de las frutas caídas…
– Taumeché…Apenas el vello de la adultez cubre mi rostro, no conozco el dolor, y es cierto que sólo hay belleza y deleite a mi alrededor, y mis seres queridos me cuidan y regalan su cariño…Pero la tristeza me llena por dentro y produce congoja en mi pecho…Explícame por qué me siento así y dime cómo debo conducir mi vida…
Y Taumeché lo miró largamente, y luego observó el azul de las llamas, y las brasas que flotaban hasta la arena, y la luz que llegaba de las estrellas…
Y recordó que cuando él era más joven varias veces la melancolía y la incertidumbre se adueñó de su corazón y extendió el sufrimiento por todo su ser…y también cómo logro vencerlo y recuperó el deseo de vivir…
Y entonces habló. Y el chico agradeció sus palabras y pareció reconfortado. Y la gente se acercó para observar.
Varias jornadas pasaron, y una mañana salió de su tienda con las primeras luces del alba y el recolector de perlas le esperaba sentado en la arena junto a sus herramientas.
– Taumeché… ¿Puedes darme tu opinión sobre si mis compañeros y yo debemos sentirnos satisfecho con el resultado de nuestro trabajo y disfrutar de nuestro tiempo libre o correr nuevos riesgos que puedan hacer que perdamos nuestra actual dicha…?
Y Taumeché lavó sus manos y su rostro en la pila de agua a la par que pensaba. Y tras secarse, dio su opinión con una sencillez cálida. Y el recolector de perlas tomó sus manos con agradecimiento y se despidió con una amplia sonrisa.
Al día siguiente cuando el sol marcaba la llegada del mediodía, y Taumeché volvía del mar con su tabla bajo el brazo, el agricultor se recostaba junto a la barca que aún estaba reparando, se incorporó al verle y le preguntó.
– Taumeché… ¿Serías capaz de enseñarme la manera de hacer que mi mujer pueda reconocer la sinceridad de mi esfuerzo y la adecuación de los bienes que crea mi trabajo para llevar suficientemente una vida agradable y feliz…?
Y Taumeché colocó su tabla junto a la lona y sacudió la sal de su pelo, y mientras elucubraba. Y tras encontrar una explicación se la transmitió al labrador de la forma más clara y afectuosa que supo. Y este dio un suspiro de alegría y se marchó con paso rápido tras apretarle cariñosamente el hombro.
No demoró mucho hasta que el comerciante se presentó frente a su lumbre con los últimos destellos del atardecer.
– Taumeché… ¿ Me gustaría escuchar cuál crees que es la mejor manera de hacer entender a mi padre que el tiempo de descansar ya ha llegado merecidamente para él, y que sus hijos le agradecemos todas las enseñanzas recibidas y trabajaremos para continuar y mejorar su legado para que él y todos podamos seguir sintiéndonos orgullosos…?
Y Taumeché removió pausadamente la comida que se guisaba en el interior de la vasija de barro y jugueteó con unas conchas que había a sus pies. Y luego habló con un lenguaje delicado y comprensivo. Y el comerciante prorrumpió en un grito de júbilo y le obsequió con un abrazo antes de irse corriendo y cantando.
Y entonces la gente volvió a considerar a Taumeché un hombre sabio, y a agolparse junto a su tienda para pedir y escuchar sus argumentos y consejos. Y entonces él decidió que varias tardes a la semana, cuando el crepúsculo colmara de claroscuros el horizonte y la espuma del mar se tornara macilenta, reposaría sus utensilios de trabajo, cubriría su tabla con hojas de palmera, y se sentaría a escuchar y a opinar sobre los asuntos de los hombres.
Y de esta forma surgieron los sanadores de espíritu.
“Crónicas surferas”